Hugo Fryszberg, sobreviviente de la AMIA: humo, polvo y figuras esfumadas

Por Radio Universidad, una de las víctimas que sobrevivió a la voladura de la mutual judía recuerda los detalles del momento de la tragedia: “Todo era polvo, silencio y un fuerte olor en el ambiente”.

Por Daniel Artola

Más información...

A Hugo Fryszberg, el olor a amoníaco le trae malos recuerdos porque lo transportan al 18 de julio de 1994. A las 8 de la mañana de ese día había ingresado, como siempre, a su trabajo como subjefe de personal de la AMIA. Saludó a sus compañeros y hasta apuró un café con uno de ellos. Hugo también cumplía tareas en la oficina de sepelios de la mutual los fines de semana y feriados para ganarse unos pesos extra. El sábado y el domingo había trabajado ya que había vuelto de sus vacaciones de invierno en Mar del Plata con su esposa y sus dos hijos, que eran chicos.

En esas cuestiones andaba cuando todo voló por el aire: el reloj se detuvo a las 9 y 53, aunque su corazón siguió latiendo hasta hoy. Desde ese momento, su forma de presentarse pasó a ser “Hugo Frysberg, sobreviviente de la AMIA”. Así se lo contó a Hernán Garciarena, en el programa Lo primero que escuchás, por Radio Universidad.

“Escuché un estruendo muy fuerte y alguien gritó que nos tiráramos al piso”, reconstruye Hugo aquel momento en que la vida tal como la conocía se rompió. “Me agarré con las dos manos la cabeza y me zambullí debajo de mi escritorio”, contó. Luego, sobrevino un silencio con un fuerte olor y nubes de polvo. “Pensé que había explotado un aire acondicionado que habían puesto al lado de la oficina; la AMIA estaba en obras”, sospechó en ese instante fatal. Pero la historia fue otra. Después vino una segunda explosión, pero el lugar donde estaba no sufrió ningún derrumbe.  Y, entonces, se animó a levantarse de a poco.

“No entendía nada, no podía tomar conciencia de que era un atentado terrorista. Saqué la cabeza, se escucharon murmullos, miré lo que había fuera de mi box. No se veía nada, solo humo, polvo y las figuras esfumadas”, repasa. Le ardía la garganta por un olor ácido implacable: el amoníaco que se había esparcido al explotar la bomba. Hasta el día de hoy, ese olor se hace sentir en su cuerpo y lo remonta a la tragedia.

Una escalerita de albañil

“Lo primero que hice fue reencontrarme con mi hermano, que también trabajaba ahí y estaba bien. Una parte del edificio no existía más. Salimos a un patiecito que daba a la medianera y había una escalera de madera de albañil; subí, caminé de costado y ahí vi la realidad: un espectro fantasmal”, rememora con voz firme y sin cambiar de tonos.

Hugo vio que todos los edificios de enfrente estaban pelados “como las casitas de Barbie”. “La mitad de la AMIA estaba en ruinas”, detalla, y recuerda a su amigo Norberto, una de las 85 víctimas mortales. Salió por detrás, por la calle Uriburu, entre decenas de ambulancias y se cruzó con un compañero que era llevado en camilla.

Después de ir y venir de un lado al otro, sin poder llegar hasta la calle Pasteur poque estaba bloqueada, recibió una orden de sus jefes. Debía volver a su oficina y retirar el libro de sueldos y las tarjetas de fichaje de los empleados. Hizo el mismo camino, pero a la inversa.

“Bajé por esa escalera precaria. Todo estaba oscuro y en silencio.  Se sentían el viento y el frío. Separé el material y en mi escritorio vi un portarretrato con la foto de mis hijos. Lo levanté y le di un beso, agarré la campera, me la puse y volví a entregar la documentación”. En ese momento, supo que debía vivir por su familia y empezó a entender lo que había sucedido.

El hermano fue hasta un bar cercano y pidió hablar por teléfono para avisar a la familia que estaban bien. Ya al atardecer, Hugo regresó a su casa y se abrazó con su mujer, que estuvo desde la mañana conteniendo a los hijos pequeños. 

Ya 30 años después, Hugo le agradece a su familia frente a un micrófono de radio: “Gracias por bancarme en esos momentos en que no sabía ni quién era”. Con la fuerza de los afectos, Hugo afirma: “El Estado no nos cuidó como sociedad”. Y pide que se haga justicia y que se sepa la verdad. Dios quiera que sea pronto, para que el olor a amoníaco no le siga retorciendo la garganta por tanta impunidad.